Cleopatra, todos conocen tu historia,
la de una mortal convertida en diosa,
heredera de Egipto, hija de La Creación,
que enamoró a más de medio mundo.
Desde tus pirámides has gobernado
y desde tu trono has levantado tu imperio,
las Escrituras jamás habían reflejado
tanto poder en una sola mujer.
Pero oh, mi Cleopatra,
tú nunca has tenido fé en ti misma,
ni has podido sentirte
como la joya de África que eres.
Has apaciguado guerras con tu sonrisa,
pero has conquistado tierras con tu mirada,
has insuflado vida con tu sexo,
pero has segado almas con tus labios.
Es por eso que tú, Cleopatra,
te encierras en tu jaula de roca y oro,
tapizada con lujos y vergüenza,
ocultando tu secreto más íntimo.
Cada noche subes a la cima de tu pirámide
y contemplas a tu pueblo y tu vasto Reino,
con la esperanza de que nunca descubran
que sólo deseas saltar al vacío.
Cleopatra, mi Diosa, mi Reina, mi amante,
comprendo tu soledad y la hago mía,
pues sé de buena mano
que tu única perfección es tu nariz.
No llores, mi niña, no puedo consolarte,
no puedo secar tus lágrimas ni abrazarte
porque convierto en oro todo lo que toco
y no quiero más soledad dorada.
Atentamente, Rey Midas.
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